En temas de corrupción, el punto no es de tecnócratas o de políticos, sino de principios. Se puede ser especialista en alguna materia económica o administrativa y tener doctorados en el extranjero, o desempeñar un cargo sin título o sin haberlo ejercido. En uno y otro caso, igual se puede ser honesto o rapaz; es cuestión de valores.
Con Salinas de Gortari, la tecnocracia suplantó a los políticos de carrera por carecer de preparación suficiente, pero sobre todo, por venales. Sin embargo, como clase, los técnicos superaron en voracidad a los políticos.
El primer Gobierno encabezado por un civil, Miguel Alemán Valdés, “El Cachorro de la Revolución”, también resultó peor de corrupto y cínico que el de la mayoría de los generales. La relación procaz entre el poder y la prensa de la época la retrata Enrique Serna en El Vendedor de Silencio (Alfaguara, 2019), pero es Gabriel Zaid, en De los Libros al Poder (Grijalbo, 1988), quien analiza las causas del desprecio “entre los teóricos y los prácticos. De ahí vienen los espejismos entre el saber y el poder”.
De los libros se publicó el año en que la tecnocracia depredadora y neoliberal se hizo con el poder, con Salinas, por la vía del fraude electoral y la aquiescencia de los poderes fácticos. El rey, como el espejero y el alfarero, dice Zaid, “puede sentirse Dios, creador y juez del mundo en el espejo del poder. Se trata de espejismos, pero los efectos son prácticos”. Zaid advierte cual profeta –este espejismo de espejeros lo comparte hoy gran parte de la sociedad–: “rechazaría a un Presidente que pretendiera serlo por mandato de Dios, pero considera razonable que alguien pretenda el poder práctico porque representa las mejores ideas. Como si las ideas tuvieran mandatarios: enviaran desde el cielo a sus representantes, con plenos poderes para gobernar la tierra.
“Ser mandatario del cielo, en ambos casos, parece más legítimo que recibir un mandato de los ignorantes. Así como la voluntad de Dios no puede someterse a votación, el Teorema de Pitágoras no puede estar sujeto a lo que apruebe la mayoría. Y esto lo aceptan hasta los que creen representar las mejores ideas, las mejores teorías, los mejores planes; naturalmente, ejecutados por gente muy honesta y muy capaz.
“Mucha gente preparada cree que el poder debe estar reservado a la gente preparada, aunque haga una burrada tras otra. No puede creer que un campesino (que le deba el poder a su comunidad y que tenga que rendir cuentas) gobernará mejor que un licenciado (que le deba el poder a su sinodal y no le rinda cuentas a nadie).
“Para mucha gente preparada es inconcebible someterse al voto de la gente menos preparada. Hasta parece un peligro: son tan primitivos, tan manipulables, que fácilmente votarían por Hitler. Por su propio bien, es mejor que todo siga en manos de la oligarquía universitaria: la gente que no le debe el poder a los votantes sino a otros universitarios, capaces de apreciar sus ideas avanzadas, sus méritos curriculares”.
Esa oligarquía corrupta y corruptora se implantó con Salinas –la excepción, a nivel presidencial es Ernesto Zedillo– y a ella pertenece Emilio Lozoya Austin, exdirector de Pemex, quien, con títulos y honores en el extranjero, fungió de “espejero” en el Gobierno infame de Peña Nieto.
En ese sexenio concurrieron lo peor de la tecnocracia y la política. Juntas le abrieron a López Obrador las puertas del poder, otro fabricante de espejos, pero en su caso no corrupto, hasta donde se sabe.
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