El 13 de agosto del 2021 se cumplirán 500 años de la caída de la Ciudad de México-Tenochtitlan, la principal cabecera de la Excan Tlahtoloyan (triple alianza), a manos de los españoles y sus aliados indígenas de diversos grupos étnicos. La llegada de los españoles a las Américas y su conquista de imperios y señoríos indígenas han sido tema de debate y polarización desde la víspera del movimiento independentista novohispano de 1810 hasta el día de hoy. Al parecer, es uno de esos temas que estamos condenados a discutir eternamente sin ponernos nunca de acuerdo, como si estuviéramos en uno de los famosos círculos infernales de Dante.
A partir de 1821, la nueva élite ilustrada mexicana se dividió a grandes rasgos entre los hispanistas y los indianistas, sin posibilidad de posturas intermedias. Aquellos intelectuales no tenían claro qué hacer con el legado de trescientos siglos de dominio colonial, como tampoco la tenemos nosotros hoy en día. Hacia mediados del siglo XX, Octavio Paz intentó resolver la contradicción señalando que en realidad los mexicanos repudiábamos ambas herencias, que habíamos cortado nuestra raíz española y la indígena y habíamos dejado en su lugar un bosque de árboles talados. Ni hispanismo ni indianismo sino todo lo contrario.
La historia oficial que se impuso, de la que somos herederos quienes cursamos la educación básica y media durante la era del PRI, nos enseñó a identificarnos con los perdedores, los mexicas, mal llamados aztecas (los mexicas fueron uno más de los muchos pueblos aztecas). La grandeza de su imperio, que abarcaba medio México y parte de Centroamérica, debía ser para nosotros motivo de orgullo. Esa etapa imperial era el contrapeso de ese yunque del sometimiento a un poder exterior (España, Francia, Estados Unidos) atado a la conciencia histórica de la mexicanidad. El pueblo mexica fungía pues como el dispositivo psicológico del que nos podíamos agarrar para recordar que alguna vez fuimos libres, en ese reino de la fantasía poscolonial donde los mexicanos contemporáneos éramos nada más y nada menos que herederos directos de los mexicas.
Los arquitectos de la historia oficial de algún modo secundaron a los independentistas que le impusieron a un país entero el nombre de una ciudad y sus símbolos: México y el escudo del águila parada en un nopal devorando una serpiente. A los autores de esta alquimia simbólica no les importó que un sinnúmero de pueblos mesoamericanos, aridoamericanos y oasiasamericanos no hubieran tenido nada que ver con los mexicas o hubieran sido sus rivales. Por decreto oficial, todos pasaron a ser mexicanos. Tangaxoan-Tzintzicha II, el último cazonci (monarca) purépecha que luchó contra los mexicas, probablemente se revolcó en su tumba, y no habría sido el único.
Los mexicas eran un pueblo muy impopular en el Cem Anáhuac al momento de la conquista española, pues eran los que cometían más abusos contra las poblaciones débiles o con una tradición menos belicista. Acumularon tanto odio que sus súbditos prefirieron aliarse con los españoles para derrotarlos. Y durante la conquista, sus aliados los abandonaron y los traicionaron. A los mexicas se les dejó morir solos y esta es la razón por la que nadie (fuera del linaje de los Huey Tlatoani, que se perpetuó) puede reclamarse como su descendiente directo.
A grandes rasgos, los historiadores que investigan la conquista española de México se dividen entre los que consideran que ésta entrañó un genocidio y los que rechazan esa posibilidad. Sin ser especialista en el periodo, le doy razón a los primeros, aunque con matices. Los conquistadores que llegaron a la América continental ya contaban con una tradición de limpieza étnica, debido a la expulsión de moros y judíos de España en 1492. Tenían también conocimientos sobre las pandemias (eran “hijos” de la peste bubónica) y llevaban a cabo la práctica de la cuarentena en los puertos, para limitar la propagación de enfermedades. Cuando los españoles notaron la facilidad con la que los indígenas sucumbían ante las enfermedades de las que ellos eran portadores, advirtieron en ello una gran ventaja militar. Los españoles no llevaron a cabo ningún tipo de cuarentena en los lugares que exploraron y conquistaron. La idea de que no hay responsabilidad moral en el hecho de que millones de indígenas hubieran muerto por los virus y bacterias europeos es, por decirlo suavemente, bastante ingenua.
Los españoles no sólo dejaron morir a los indígenas por montones, sino que también hicieron algo que era inaudito para las poblaciones indígenas: atacar a la población civil de forma recurrente, con matanzas como la de Cholula y la del Tóxcatl. En el derecho consuetudinario indígena, las guerras solo debían llevarse a cabo entre ejércitos; un guerrero sólo podía matar a alguien en el campo de batalla o de forma sacrificial. Los mexicas comprendieron que se enfrentaban a un enemigo que no iba a respetar a la población civil, por lo que también la incorporaron a la guerra. En consecuencia, Cortés dio la orden de sitiar de forma envolvente Mexico-Tenochtitlan y de matar a la población en resistencia, incendiando casa por casa. Decenas de miles de mexicas fueron asesinados o murieron por falta de alimentos y por beber el agua infectada por los cadáveres en descomposición arrojados al lago de Texcoco.
A los mexicas que sobrevivieron a la caída de Mexico-Tenochtitlan no les fue mejor, ya que sucumbieron a las pandemias y al sistema de encomienda. Finalmente, en el reacomodo administrativo posterior a la conquista, los barrios mexicas fueron objeto de las llamadas reducciones, en las que fueron obligados a mezclarse con otros pueblos del valle de México (un proceso violento que forzó la convivencia entre etnias antagónicas). La desaparición de los mexicas como pueblo representaba otra gran ventaja para los españoles, pues les garantizaba que no intentarían organizarse para recuperar lo que había sido suyo. No hubo un plan genocida como tal, es cierto, pero hubo un exterminio que se fue dando en los hechos, entreverando lo pragmático y lo intencional. Por ello, los mexicas se encuentran entre los pueblos que no sobrevivieron al periodo colonial, a diferencia de los que pertenecieron a grandes señoríos, como purhépechas, mayas, zapotecos, mixtecos, etc. Para los fundadores de México, no fue difícil apropiarse de la historia y los símbolos de un pueblo erradicado. Ya no era posible que los mexicas se pronunciaran a favor o en contra de ese despropósito.
Quinientos años más tarde, las autoridades de la Ciudad de México rebautizaron el episodio otrora conocido como “noche triste” (entre el 30 de junio y el 1º de julio de 1520) como “noche de la victoria,” para enfatizar la hazaña mexica de expulsar a los españoles de Mexico-Tenochtitlan. Quienes repiten desde la primaria que los mexicanos fuimos conquistados por los españoles, también salieron a decir que por fin se reconocía que no todo fue derrota, también los vencimos, aunque fuese una sola vez. Así, la magia del dispositivo psicológico volvió a surtir efecto: alguna vez fuimos imperio, alguna vez fuimos libres, alguna vez nos “chingamos” a nuestros enemigos.
Como historiadora, albergo una fantasía alternativa: que los mexicanos reconozcamos el exterminio de los mexicas y que simbólicamente les pidamos perdón por haber explotado su historia para paliar nuestros traumas de nación eternamente sometida a los extranjeros. Dejemos a los mexicas descansar en paz de una vez por todas. Es fundamental que los mexicanos conozcamos y reconozcamos lo que realmente ocurrió: que la conquista española tuvo múltiples puntos de fuga y que la situación de los pueblos de Mesoamérica, Aridoamérica y Oasisamérica no fue la misma durante el periodo colonial, pues hubo pueblos que se mantuvieron ajenos a la soberanía española y, posteriormente, a la del Estado-nación mexicano; algunos fueron exterminados y otros se mezclaron con los migrantes provenientes de otras latitudes. La identidad nacional de ningún modo puede reducirse a la conquista de México-Tenochtitlan. Cada etnia, pueblo o ciudad tiene un mito de origen distinto y una historia única.
Finalmente, hay que asimilar de una buena vez que los mexicanos de la actualidad no sólo somos producto del mestizaje de indígenas y españoles en el siglo XVI, sino de todo lo que pasó después: la importación de esclavos africanos, la llegada de migrantes europeos, asiáticos y africanos en diferentes momentos de nuestra historia y, más recientemente, el arribo de exiliados de Centroamérica y América del Sur y de mexico-americanos y otros norteamericanos. En esta mezcla incesante de nacionalidades y pueblos se configura eso que llamamos mexicanidad.
México es ante todo un país pluricultural, con más de sesenta grupos indígenas y afromexicanos y otras comunidades de nacidos en territorio nacional que reivindican sus países de origen. Los mestizos conforman el grupo mayoritario, pero no por ello el más representativo. Si somos capaces de reconocer nuestra mexicanidad en ese crisol de identidades, podremos liberarnos al fin del trauma de la derrota de los mexicas. Un trauma que, en realidad, sólo le correspondía cargar a los pueblos indígenas del valle de México, esos sí, sobrevivientes de la guerra, las pandemias y las reducciones del siglo XVI.
Respecto a los españoles actuales, es claro que no tienen ninguna culpa por la conquista, pero harían bien en aceptar que hace cinco siglos los miembros de su comunidad nacional cometieron toda clase de atrocidades y despojos en sus conquistas, en lugar de negarlo o mantenerse a la defensiva con el tema. El acto de reconocimiento (análogo al indigenous land acknowledgement que algunos practican en los Estados Unidos) y la incorporación de este relato a su propia narrativa histórica sería un paso importante para que ambos lados nos reconciliáramos con ese pasado problemático. La cuestión de las reparaciones históricas a las comunidades indígenas sigue siendo una gran asignatura pendiente, pero de ella me ocuparé en otra ocasión.
Este texto fue tomado de la Revista Común.
Este artículo es responsabilidad única, total y exclusiva de su autora, y es ajeno a la visión, convicción y opinión de PorsiAcasoMx.
Adela Cedillo
Doctora en Historia de América Latina por la Universidad de Wisconsin-Madison Es licenciada en Historia y maestra en Estudios Latinoamericanos por la Universidad Nacional Autónoma de México. Ha publicado artículos en revistas indexadas y de divulgación y capítulos en obras colectivas sobre la guerra sucia mexicana, las organizaciones armadas revolucionarias, los derechos humanos y la guerra contra las drogas.
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