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Tlatelolco: El abismo entre memoria y verdad y la disputa por los muertos

La masacre perpetrada por el aparato de seguridad nacional la tarde-noche del 2 de octubre de 1968, en la plaza de las Tres Culturas de Tlatelolco, se ha convertido en el evento del periodo de la Guerra Fría mexicana más investigado y memorializado. El primer acto en conmemoración de los caídos se celebró el 2 de octubre de 1969 en Tlatelolco, en un clima de terror, rabia y desconsuelo. No se trató de una gran manifestación sino de un acto simbólico en el que un grupo de estudiantes llevó flores y velas al lugar de los hechos, derramando también un caudal de lágrimas en las piedras donde corrió la sangre de sus compañeros. Tuvieron que pasar muchos años más para que el 2 de octubre se convirtiera en un ritual más del calendario cívico mexicano, protagonizado por estudiantes y sobrevivientes de la represión, que año con año organizan una marcha y actividades alusivas al movimiento estudiantil sesentayochero.

Durante sus setenta años ininterrumpidos en el poder, los gobiernos del PRI perpetraron otras masacres y atrocidades que deberían clasificarse como crímenes de lesa humanidad, sin embargo, fueron acontecimientos que, o bien ocurrieron en lugares considerados como periféricos desde una perspectiva centrada en la Capital del País, o fueron ejecutados en la clandestinidad absoluta, sin la menor posibilidad de escrutinio público. Tal es el caso de la tortura, desaparición forzada y posible ejecución de miles de ciudadanos. Así, aunque la memoria colectiva ha generado la percepción de que Tlatelolco fue un hecho aislado y el más emblemático del terror estatal priísta, en realidad no es una cosa ni la otra. Si es, en cambio, el único acontecimiento de aquellos años que ha dejado una huella de agravio colectivo imposible de borrar. 

El trauma colectivo originado en Tlatelolco tuvo múltiples aristas, por ejemplo: que el Gobierno hubiera preparado un operativo sorpresivo para erradicar al movimiento estudiantil de un solo golpe; que los soldados dispararan indiscriminadamente contra cientos de civiles desarmados; que esos civiles fuesen, en su mayoría, jóvenes estudiantes y habitantes del conjunto Nonoalco-Tlatelolco; que el Gobierno mintiera descaradamente sobre los hechos e intentara censurar o distorsionar su relato público; que nunca se hubiera dado una explicación fidedigna sobre el número de muertos y el destino de los cadáveres y que el ejército nunca hubiera pedido perdón a la sociedad.

Por otra parte, el vacío informativo posibilitó que el rumor ocupara el lugar de la verdad. La estimación inicial de 100 a 150 muertos del Consejo Nacional de Huelga (CNH) mutó para dar lugar a la certeza infundada de que al menos 400 mexicanos habrían sido asesinados esa noche aciaga. Una certeza igualmente infundada o, en su defecto, nunca investigada, es que los cadáveres fueron cremados en el Campo Militar núm. 1 porque la gente que habitaba en los alrededores del complejo (anónimos y no entrevistables) afirmó haber visto las chimeneas del lugar trabajar ininterrumpidamente desde la madrugada del 3 de octubre.

El rumor fue alimentado por fuentes oscuras, como la declaración del periodista británico especialista en deportes John Rodda de The Guardian, quien se encontraba en el País para cubrir los Juegos Olímpicos y estuvo entre los periodistas extranjeros que asistieron a cubrir el mitin en Tlatelolco. En su primer reporte de los hechos, Rodda, quien no hablaba español, señaló que no sabía cuántos muertos hubo, porque estuvo la mayor parte del tiempo resguardado en el balcón de un edificio (el Chihuahua), con la cabeza contra el piso.

Rodda consignó que al preguntarle a otro periodista mexicano, también testigo de los hechos, cuántas bajas estimaba, éste señaló que 500. Rodda no afirmó ni negó ese dato, pues él personalmente no hizo ninguna investigación al respecto. En agosto de 1972, en otra entrega para The Guardian, Rodda aseguró que en enero de 1969 había recibido informes de sus contactos en México que confirmaban que el número de muertos ascendía a 267 y el de heridos a 1200, con base en reportes de personal médico que había atendido a las víctimas fatales. Sin embargo, la duda permanece, pues ¿quién pudo haber hecho esa recolección de datos en medio del caos desatado en los hospitales, las familias que buscaban a sus seres queridos y los agentes de la Secretaría de Gobernación que intentaban controlar la información?

Fue Octavio Paz en su obra Posdata (1970) quien atribuyó erróneamente a The Guardian haber consignado una cifra de 325 muertos. Elena Poniatowska, al citar al susodicho en La noche de Tlatelolco (1971), popularizó el error. En realidad, ni Rodda ni ningún periodista de ese medio hicieron la “investigación cuidadosa” a la que aludió Paz. Rodda habló de nueva cuenta sobre el tema en una conferencia en 2008 (un año antes de su fallecimiento), repitiendo básicamente lo mismo que había escrito cuarenta años atrás. También señaló que la cifra de 500 muertos posiblemente era la más cercana a la realidad. Desafortunadamente, el número de 325 que nunca proporcionó se convirtió en la referencia principal sobre el número de muertos el 2 de octubre.

Quienes hemos investigado acuciosamente el número de muertos de Tlatelolco, compartimos la frustración de habernos estancado en una cifra que oscila entre 34 y 44 casos, como si se cumpliera la maldición lanzada por Gustavo Díaz Ordaz, quien afirmó que nunca podría demostrarse que hubo más de 30 muertos en Tlatelolco. Sin duda, nos hemos aproximado al problema con la preconcepción de que tuvieron que haber sido cientos de víctimas, debido a la cifra inscrita en el imaginario colectivo. La investigadora Susana Zavala sistematizó la información documental disponible para concluir que, a resultas del movimiento estudiantil capitalino, de julio a diciembre de 1968 hubo 78 muertos (44 en Tlatelolco), 31 desaparecidos temporales, 186 lesionados y 1491 detenidos. Quienes aseveran que la Dirección Federal de Seguridad (DFS) llevó a cabo un subregistro de casos de forma deliberada, tendrían que responder a la pregunta: ¿por qué la DFS habría mentido en la elaboración de informes confidenciales de consumo interno?

No hay familias reclamando la búsqueda y devolución de sus desaparecidos el 2 de octubre. La Fiscalía Especial para Movimientos Políticos y Sociales del Pasado (FEMOSPP) no logró encontrar un solo caso en el que pudiera acreditar una desaparición forzada acontecida el 2 de octubre. La Comisión Ejecutiva de Atención a Víctimas (CEAV) no ha dado a conocer ningún caso en que la familia de algún caído en Tlatelolco haya demandado la reparación del daño. Los testigos que realmente estuvieron en la plaza (por si fuera poco, han aparecido un sinnúmero de testimonios apócrifos) refieren también que hubo cientos de muertos, pero si se les pregunta por el nombre de algún caído, la respuesta típica es que no, no tuvieron ningún conocido entre los muertos o, peor aún, no recuerdan sus nombres. Los asesinados tampoco fueron memorializados en lo individual. Ningún grupo estudiantil, organización política o de la sociedad civil adoptó el nombre de alguna víctima. Esto no significa que los testigos mintieran, sino que, en medio del ruido de las metralletas, los gritos de la muchedumbre y la desesperación por huir de la trampa, no tenían forma de discernir si los cuerpos que yacían en el piso y que fueron trasladados a ambulancias y camiones militares eran de muertos o heridos.

Llevo muchos años investigando los sótanos de la represión y me consta que el aparato de seguridad nacional no era tan eficiente como para haber ocultado 300 o 400 cadáveres sin dejar el menor rastro. Estaban muy lejos de asemejarse a la Gestapo, la KGB, la CIA o el Mossad. Sólo una unidad de inteligencia altamente especializada podría haber llevado a cabo un operativo de ocultamiento de esa magnitud. Además, el Estado puede callar, esconder y tergiversar todo lo que quiera, pero ¿la sociedad? ¿Por qué las familias de las víctimas habrían de mantenerse en el más absoluto hermetismo durante décadas, sobre todo después de que el PRI perdió el poder? ¿Será hora de que la evidencia nos obligue a aceptar que en Tlatelolco no hubo cientos de víctimas?

En 2018 tuve la oportunidad de colaborar con el documentalista Ludovic Bonleux en la asesoría histórica para su cortometraje ¿Por qué los matas? El director me pidió que lo ayudara a contactar a Moisés Salcido, autor del libro Zafarrancho de combate en Tlatelolco (2004). Salcido era a la sazón miembro del Batallón de Fusileros Paracaidistas (BFP) y recibió la comisión de recoger y apilar los cadáveres de la plaza y alrededores. Como actor y testigo, ha sido el único (ex)militar que ha escrito sobre su participación en esos hechos. Salcido no tenía ninguna motivación para mentir, por el contrario, corrió el riesgo de ser eliminado por traición por el propio ejército, al haber roto el consabido pacto de silencio. Pese a su ideología conservadora y anticomunista, reconoce que el ejército cometió excesos, los cuales observó con reprobación. La imagen de una tropa lumpenizada y decadente lo llevó a causar baja en el instituto armado en 1969. 

En la entrevista que sostuvimos, Salcido hablaba con firmeza, sin titubeos, con esa prisa que caracteriza a los hombres que han imaginado conversaciones por mucho tiempo en la soledad más absoluta. Él participó en todos los operativos del BFP contra el movimiento estudiantil capitalino. Guarda memorias muy vívidas del bazucazo en la preparatoria #1 de San Ildefonso, las tomas militares de Ciudad Universitaria y el Politécnico y, sobre todo, de la noche de Tlatelolco. Él recogió los cadáveres de los departamentos y los inspeccionó para determinar las causas de su deceso, las cuales detalló como si tuviera conocimientos forenses. Describió cómo las balas perdidas penetraron a mujeres, niños y ancianos, aunque su condena mayor fue contra los soldados que mataron a mansalva a dos civiles que los observaban mientras saqueaban una joyería. Una de las víctimas era la madre de una menor, quien al ver el cadáver de su progenitora tuvo un colapso nervioso. Salcido rechazó la versión de que los soldados hubieran ido drogados, pero enfatizó que la tropa había sido reclutada entre lo más bajo del lumpen y por ello le dio rienda suelta a la rapiña.

Salcido tiene una noción muy clara del desenvolvimiento de la Operación Galeana. A diferencia de algunas versiones que contabilizan dos o tres tiroteos, explica que hubo tiroteos esporádicos toda la tarde y parte de la noche porque los militares tenían licencia para disparar, pues habían recibido la orden del general José Hernández Toledo de “zafarrancho de combate,” como si fuesen a tener alguna escaramuza con el enemigo. Aunque al principio la tropa respondió a los francotiradores apostados estratégicamente en varios edificios (pertenecientes al Estado Mayor Presidencial), llegó el momento en que sólo disparaban por pura excitación. Salcido concentró en el mismo punto los cadáveres esparcidos en la plaza, entre los que recuerda a una joven blanca de facciones finas (Regina Teuscher) y tres jóvenes apilados encima de su cuerpo, como si al momento de ser asesinados hubieran intentado protegerse mutuamente. Todos ellos recibieron múltiples disparos por la espalda.

Salcido también asegura que los 37 cadáveres que contabilizó fueron llevados al Servicio Médico Forense para que se les practicara la autopsia. Existen referencias a 26 autopsias practicadas por el SEMEFO en los archivos de la DFS, las cuales no dejan lugar a dudas de que las víctimas fueron asesinadas con armas de uso exclusivo del ejército, incluida la bayoneta. Salcido descarta que se hubieran usado helicópteros artillados, como sostienen algunos testigos, ya que el ejército no contaba con ellos. Tampoco había necesidad de usar esa tecnología, pues con la tropa sedienta de acción bastaba para asestar el golpe mortal al movimiento estudiantil. Salcido no se siente personalmente responsable de la matanza, a la que ve como una conspiración del entonces Secretario de Gobernación, Luis Echeverría, para llegar al poder eliminando a otros adversarios (la clásica visión de la derecha, que pone más énfasis en los actores de las élites que en el papel de los movimientos sociales). El exmilitar rompió el pacto de silencio porque cree que la responsabilidad de los hechos no fue de la tropa, sino del alto mando, mismo que hasta la fecha ha evadido toda explicación a la sociedad mexicana.

Todo apunta a que el misterio de los muertos de Tlatelolco no está en la plaza sino en las decenas de heridos que fueron llevados a los hospitales (las cifras oficiales oscilan entre 50 y 70). ¿Cuántos de ellos murieron? ¿Dónde están los médicos que los atendieron, o aquellos que el 4 de octubre del ‘68 se fueron a paro en protesta por la represión? ¿Los hospitales públicos y privados guardaron registros sobre esos días? ¿Las familias recogieron los cadáveres de sus muertos en los hospitales y por eso nunca hubo reclamos concretos sobre cuerpos desaparecidos? ¿Los más de mil detenidos llevados al Campo Militar núm. 1, sirvieron para alimentar los mitos urbanos sobre los presuntos muertos cremados en esas instalaciones o llevados en helicópteros desde la Base Aérea de Santa Lucía para ser arrojados al mar? A 52 años de la matanza, aún quedan muchas preguntas sin respuesta. 

La masacre de Tlatelolco debe ser analizada como uno de los casos más exitosos del empleo de tácticas de guerra psicológica. Las mentes perversas que gobernaban el país crearon una atmósfera de terror, paranoia y desinformación, en la que cualquier rumor podía prosperar y tener consecuencias a largo plazo. Sin proponérselo, el gobierno se benefició de que la sociedad creyera que los muertos habían sido centenares, pues la idea de una enorme carnicería de Estado generó parálisis y desánimo en la mayoría de los participantes del movimiento estudiantil. Aunque, a la larga, Gustavo Díaz Ordaz y Luis Echeverría pasaron a la historia como los asesinos del pueblo y la imagen del PRI siempre estará asociada con la represión.

Tradicionalmente, los intelectuales de derecha defendieron la idea de que en Tlatelolco había habido pocos muertos, mientras que decir que habían sido cientos era patrimonio de la izquierda. La investigación histórica con enfoque en derechos humanos nos permite superar esa dicotomía. Los crímenes de Estado no se miden por el número de muertos, sino por los recursos que emplea el aparato de seguridad nacional para violar los derechos humanos de los ciudadanos. En el caso de Tlatelolco, el Estado mexicano no escatimó recursos, movilizó a todas las corporaciones policiacas y militares (incluido el Batallón Olimpia) para acabar de tajo con las protestas estudiantiles antes del comienzo de las olimpiadas. Aún si hubiera habido una sola víctima, eso no le restaría un ápice a la intencionalidad criminal del Estado. 

La evidencia disponible hasta ahora nos habla de alrededor de 44 muertos en la plaza (incluidos dos militares y una mujer embarazada) y un número indeterminado de heridos y posibles fallecidos en los días posteriores al 2 de octubre. La impunidad y el desaseo con los que las autoridades han manejado el caso siguen constituyendo un agravio y un trauma colectivos. El alto mando del ejército aún le debe una explicación a la sociedad mexicana. La Secretaría de la Defensa Nacional (SEDENA) debe abrir sus archivos a la consulta sin restricciones, como parte del compromiso que los ciudadanos le exigimos para que no vuelva a cometer hechos como los de Tlatelolco. No es posible refundar un país sobre ríos de sangre. Demandamos toda la verdad y toda la justicia para las víctimas de crímenes de Estado del pasado, al margen de cualquier consideración cuantitativa. (Texto publicado en Revista Común)   

Este texto es responsabilidad única, total y exclusiva de su autora, y es ajeno a la visión, convicción y opinión de PorsiAcasoMx.

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Adela Cedillo

Doctora en Historia de América Latina por la Universidad de Wisconsin-Madison Es licenciada en Historia y maestra en Estudios Latinoamericanos por la Universidad Nacional Autónoma de México. Ha publicado artículos en revistas indexadas y de divulgación y capítulos en obras colectivas sobre la guerra sucia mexicana, las organizaciones armadas revolucionarias, los derechos humanos y la guerra contra las drogas.

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