El Covid-19 tiene un diámetro de 60 a 140 nanómetros. Cada nanómetro es una mil millonésima parte de un metro.
Sin embargo, ese pequeñísimo virus ha redefinido el sentido de la muerte y la vida. Ha cimbrado la vida emocional de miles de millones de personas y sus familias. Ha puesto en crisis la relación de esas personas consigo mismas y sus familias. Y ha puesto a flor de piel las historias que anudan y explican su existencia. El virus ha sacado, desde nuestra alma confinada, el dolor, la tristeza y la angustia acumulados desde siempre.
Y su exigencia ha sido radical: “demuestren su mejor versión ante ustedes mismos, sus familias, los demás y la naturaleza misma”, porque “no eres nadie / (sólo) un montón de ceniza (…) / un pellejo colgado de unos huesos/ un racimo ya seco/ un hoyo negro”.
Y su recordatorio ha sido punzante: más allá de la búsqueda irracional por el poder, el estatus y el dinero, el punto de convergencia existencial es uno y simple: “la vida no es de nadie / todos somos la vida / pan de sol para los otros / los otros todos que nosotros somos (…) (porque) los actos míos son más míos si son también de todos/ para que pueda ser he de ser otro / salir de mí / buscarme entre los otros/ los otros que no son si yo no existo / los otros que me dan plena existencia / no soy / no hay yo/ siempre somos nosotros”.
Detrás de ese recordatorio y esa exigencia hay un mensaje único: es importante aprender a vivir el presente porque “la gente sacrifica el presente por el futuro. Pero la vida sólo está disponible en el presente. Es por ello que deberíamos andar de forma que cada paso nos lleve al aquí y ahora. Y desde ahí, darnos cuenta que estamos vivos y todo es posible”.
Pero no todos podemos escuchar esa exigencia ni ese recordatorio o ese mensaje, porque nuestra sociedad es desigual desde sus entrañas. Si las grandes mayorías no salen a las calles, desesperados, para traer comida a sus casas, no sobreviven.
Forzados enfrentan su muerte a campo abierto. Y en ese universo descarnado, cuando caen, uno por uno, alguien grita: “¿No son nada los gritos de los hombres?”. Y otro responde: “No pasa nada / sólo un parpadeo del sol / un movimiento apenas nada/ no hay redención…”.
Ese pequeñísimo virus llegó para obligarnos a mirar la vida hasta la muerte, como un rumor de luz que desmorona lo vivido, en el reencuentro y la supervivencia presentes, “adonde yo soy tu / (y) somos nosotros” con la naturaleza.
@Canekvin
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