La semana pasada murieron varios vecinos de la calle de mi mamá, donde he estado hospedada desde que llegue a la gran ciudad.
Un caso nos cimbró en particular, el del pintor Mario Urbina Gutiérrez. Uno de sus hijos falleció de Covid en su casa, pues no alcanzó cama en ningún hospital.
A los 15 días, una ambulancia llegó por don Mario y a los pocos días falleció intubado.
Mi mamá se puso mal al saberlo y me confesó que don Mario había terminado todos los cuadros de mi tío favorito, quien murió cuando yo era una niña. Don Mario le enseñó a pintar, pero tal vez conmovido por la parálisis cerebral de mi tío, le daba el toque que los convertía en obras de gran estética.
La noticia me dejó en shock. Esos paisajes que admiré hasta la idolatría durante mi infancia, estaban contaminados de otras manos.
Don Mario venía de una dinastía de pintores, era un paisajista y naturalista con reminiscencias de Velasco.
Don Mario no merecía morir así, y bueno, en realidad creo que nadie merece una muerte así. Todos los días luchamos a brazo partido contra el miedo y la tristeza que nos producen esas noticias.
Es como tener a la muerte sentada junto a uno, en el desayuno, la comida y la cena, siguiéndonos los pasos como sombra.
La miro fijamente a las cuencas vacías, observo sus manos huesudas y su guadaña afiladísima, no sé si sonríe o es el efecto de su dentadura al desnudo.
Este texto es responsabilidad única, total y exclusiva de su autora, y es ajena a la visión, convicción y opinión de PorsiAcasoMx.
Adela Cedillo
Doctora en Historia de América Latina por la Universidad de Wisconsin-Madison Es licenciada en Historia y maestra en Estudios Latinoamericanos por la Universidad Nacional Autónoma de México. Ha publicado artículos en revistas indexadas y de divulgación y capítulos en obras colectivas sobre la guerra sucia mexicana, las organizaciones armadas revolucionarias, los derechos humanos y la guerra contra las drogas.
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