En el pasado, el Gobierno federal creaba comisiones o fiscalías «especiales» para afrontar situaciones conflictivas y aplacar la ira social. Era un artificio, una apuesta al olvido, pues al final las cosas seguían igual o empeoraban y los resultados, cuando los había, no hacían sino confirmar las peores sospechas. Un ejemplo es el del cardenal Juan Jesús Posadas Ocampo cuyo magnicidio, en 1993, se debió, según el Gobierno de Salinas de Gortari, a un error de sicarios que lo confundieron con el narcotraficante Joaquín «El Chapo» Guzmán. Otro caso es el de Luis Donaldo Colosio. Tras un desfile de fiscales e hipótesis contradictorias, el asesinato del candidato presidencial del PRI (1994) se atribuyó a un tirador solitario, cuando todas las miradas apuntaban hacia Los Pinos.
En Coahuila, el exgobernador Rubén Moreira llegó al colmo del descaro cuando en uno de sus informes finales, presionado por un diputado del PAN, ofreció crear una comisión especial para investigar la deuda de 36 mil millones de pesos endosada al pueblo de Coahuila por su hermano Humberto. Hoy una diputada del PRI, del mismo gremio magisterial, tiene la insolencia de pedir a otros integrantes del Congreso «lavarse la boca» antes de hablar del clan. ¿Merecen una pizca de respeto quienes mancillaron al estado y envilecieron sus instituciones?
Debido a que en México la división de poderes siempre ha sido un mito, después de las comisiones, las fiscalías y los fideicomisos, algunos creados con los propósitos más disparatados, vinieron los órganos constitucionales autónomos para atarle las manos a presidentes con ínfulas de césar. En ese rango figura una de las instituciones más sólidas y prestigiosas del país: el Banco de México, fundado en 1925, pero cuya autonomía obtuvo casi 70 años más tarde, en 1993, para mantener el valor de la moneda y evitar crisis económicas y financieras.
En la misma década de los 90, el Instituto Federal Electoral (hoy INE) y la Comisión Nacional de los Derechos Humanos fueron la respuesta del Estado a un país enardecido por los fraudes electorales y la violencia contra disidentes, opositores al régimen y ciudadanos comunes. En las últimas décadas surgieron también, por mandato constitucional, otros organismos autónomos de segunda generación como el Instituto Nacional de Estadística y Geografía (Inegi) y el Instituto Nacional de Evaluación Educativa, hoy Centro Nacional para la Revalorización del Magisterio y la Mejora Continua de la Educación.
Al mismo grupo pertenecen el Instituto Federal de Telecomunicaciones, la Comisión Federal de Competencia, el Consejo Nacional de Evaluación de la Política Pública, el Instituto Nacional de Transparencia, Acceso a la Información y Protección de Datos Personales, y la Fiscalía General de la República. El presidente Andrés Manuel López Obrador ha esbozado la posibilidad de desaparecer los onerosos e inútiles, pero el fondo puede ser otro: concentrar más poder y liberar a su gobierno de todo control.
Algunos órganos cumplen su función a medias o fallan por completo en su encomienda, pero otros, como el banco central y el Inegi, la satisfacen con creces. La solución no consiste en desaparecer a los «innecesarios» o «corruptos», según la visión del Presidente, sino en someterlos a una revisión profunda y actuar en consecuencia. Así lo dicta el sentido común. Donde la Cuarta Transformación puede meter tijera y ahorrarle al país carretadas de dinero es en los órganos autónomos de la administración pública. En ellos está la principal fuga de recursos.
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