Y el poeta le cantó a la muerte y a los muertos,
al llano que se quema en el olvido,
a los susurros aferrados del pasado,
a los difuntos que se sienten vivos;
al amor que lleva a la locura y al delirio,
a la tiranía que todo pisotea,
le cantó con sus letras al martirio,
de una vida sin vida, sin materia.
Pero, tú no te fuiste, maestro,
te quedaste en el rumor de cada rama,
en aquel pueblo olvidado, detrás de la colina,
pueblo entrañable, pueblo de Comala;
ahora rondas en los limonares, en el viento,
en donde sentada en equipal se sostuvo la venganza,
a esperar la muerte por ti,
la muerte maligna que a ti te tocaba.
No te fuiste, hermano poeta,
al final le ganaste con creces al olvido,
te quedaste en los ecos del pasado,
en los adobes de chozas, derruidos;
en los áridos cerros de la Media Luna,
en esas calles polvorientas y gastadas,
que cuentan leyendas de cuando «la bola»,
de cuando las huestes revolucionarias.
Te quedaste en las ruinas del tiempo,
en los susurros de las viejas tapias,
en los montes y pueblos que guardaste,
para la memoria nuestra, mexicana;
te quedaste en los nocturnos lamentos,
en las iglesias abandonadas,
en esa estrella viva junto a la luna,
y en las cartas inmortales a tu amada.
Te quedaste también en la desesperanza,
de los espectros y los desaparecidos,
en la amargura rancia de nuestra raza,
en el ensueño mágico de los sentidos;
en la piel ceniza de sol y de humo,
de la tanta calamidad humana,
de tantas decepciones y penas,
y de tanto hartazgo y suerte echada.
Te quedaste en el sopor de los fantasmas,
en la fórmula secreta de los desvaríos,
de los rencores y las alucinaciones,
en los campos áridos de hombres vacíos;
en los ladridos ahogados de los perros,
en los cuartos a lágrimas sellados,
que guardan el dolor de viejos tiempos,
donde se mecen eternos los ahorcados.
Te quedaste en Comala y en Luvina,
en el agua acompasada del estanco,
en las campanas, la milpa y los balcones,
en el olor a jazmines y a naranjos;
en los terribles relinchos por las ventanas,
en las carretas invisibles de las madrugadas,
en ese terregal salido del infierno,
que es apenas la pobre tierra dada.
No te fuiste, nunca te fuiste,
rondas vivo en las palabras parcas,
en las voces y gritos del silencio,
en los gemidos que diario nos espantan;
en el llano que sigue ardiendo en la memoria,
golpeado por el sol de mediodía,
entre esta gente, que tú le diste vida,
en respuesta a tanto agravio y agonía.
Aquí rondas, lento y callado, callado y lento,
en el aire cálido de la montaña baja,
y va por el valle levantando polvo y ceniza,
haciendo grisácea y negra la mañana;
y en las lágrimas calladas de la amargura,
en el esqueleto trasijado de los viejos,
en los arrallanes y saponarias del camino,
en los maizales torcidos y los arroyos secos.
No te fuiste, no; aquí vives,
en mis letras y en mi corazón rulfiano,
en los corazones de muchos mexicanos,
que sí existimos y somos hartos;
somos cola de remolino y almas vivas, Juan Preciados,
que buscamos nuestro padre,
en el lugar al que nos lleve el sino,
en el lugar que nos cuente nuestra madre.
Aquí estás, aquí vives, Maestro,
en esta sangre que nos corre por las venas,
en nuestros puños cerrados de coraje,
en esta cruz plena de llantos y de penas;
¡que bueno que no te fuiste!
¿Que iríamos a hacer si no estuvieras?
Tus letras, tus profundas letras, y nada más,
lo demás, mundo de diablos y de fieras.
Este texto es responsabilidad única, total y exclusiva de su autor, y es ajeno a la visión, convicción y opinión de PorsiAcasoMx.
Miguel Ángel Contreras Salazar
Escritor, periodista, poeta y creador de la Fototeca de Linares, NL. Apasionado de las letras e impulsor cultural.