Toda la vida, desde niño, he sido feminista. Y cómo no puede serlo quien tuvo y tiene una madre amorosa y entregada, así como una hermana cariñosa y confidente. Alguien quien tuvo la bendición de conocer, convivir y dejarse consentir por sus abuelas y que tiene la fortuna de compartir sus días con una extraordinaria mujer a quien ama y admira.
Pero hubo un momento en el que me convertí en el más feminista de los feministas: cuando, al nacer, sostuve por primera vez entre mis brazos a mi hija y me apretó mi dedo pulgar con su frágil manita. En ese instante mi mundo cambió y me juré a mí mismo protegerla y cuidarla con mi vida, así como luchar incansablemente por dejarle un mundo mejor.
Ese mundo que quiero para ella, y para todas las niñas como ella, dista mucho del actual. Algo nos está pasando como sociedad. Padecemos una descomposición interna que vulnera los derechos esenciales de nuestras mujeres: violencia, maltrato y muerte.
Antes, el mexicano era reconocido por su machismo a ultranza. Aunque regularmente se utiliza ese adjetivo con una connotación negativa, la verdad es que el varón mexicano del siglo pasado procuraba un sano equilibrio: por un lado, era el jefe indiscutible del clan; pero, por el otro, protegía a las mujeres, no solo de su familia, sino de la sociedad.
Pero llegó el feminismo mal entendido, proveniente principalmente de nuestro vecino del norte. Como ejemplo ilustrador, mi paisano Catón narró en una de sus columnas cómo, al abrirle la puerta a una joven en Estados Unidos, recibió una majadería por agradecimiento.
El feminismo tiene que ver con la emancipación de la mujer, con la igualdad de oportunidades, con la no discriminación de género. Eso no quiere decir que las féminas deban renunciar a su posición de damas, lo que ha colocado a los caballeros al borde de la extinción.
Volvamos a los valores del pasado, dejemos las bromas misóginas y los comentarios discriminatorios, ni con los amigos de confianza, porque eso abre posibilidades insospechadas en el subconsciente, aún sin darnos cuenta.
Volvamos a la caballerosidad, al respeto y a los detalles de antaño, como abrirles a las mujeres la puerta del coche, no dejarlas caminar por el lado de la calle, cargar por ellas las cosas pesadas, recibirlas de pie en la mesa, acercarles la silla, regalarles flores espontáneamente, por ningún motivo dejarlas pagar una cuenta ni decir groserías en su presencia.
Tratar a nuestras damas como tales es el primer paso para recomponer el tejido social y es el mejor ejemplo que le podemos dar a nuestros hijos. Así que, ¡de vuelta caballeros!
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