El mundo regresó de pronto al 2 de julio de 2006, cuando el Instituto Federal Electoral (IFE, hoy INE) detuvo el cómputo de votos de la contienda entre Felipe Calderón (PAN) y Andrés Manuel López Obrador (PRD).
La elección mexicana no tuvo el impacto global de la protagonizada por Donald Trump y Joe Biden este martes, pero la metáfora confirma la frase proverbial según la cual “en todas partes se cuecen habas”. El resultado del conflicto en México es de sobra conocido, pero la historia en Estados Unidos no terminará de escribirse, incluso después de confirmarse la victoria del vicepresidente de Barack Obama.
Por el desempeño de Trump, atropellado y provocador, destemplado, mitómano e ignorante, se esperaba un día de campo para Biden. El alud de votos en favor del candidato demócrata llegó a 72.4 millones, mas no fue suficiente para sepultar al republicano, quien obtuvo 68.8 millones, y menos para erradicar sus políticas basadas en la xenofobia, el racismo y la misoginia.
El fantasma de los comicios de 2000 en los cuales Al Gore superó por más de medio millón de sufragios populares a George W. Bush y de 2016 cuando la ventaja de Hillary Clinton sobre Trump fue de 3 millones de papeletas, volvió a rondar.
Las escenas de gente armada frente al centro electoral de Maricopa, Arizona, ganado por Biden, remiten a la sucesión presidencial de 1940 en México, disputada por el oficialista Manuel Ávila Camacho del Partido de la Revolución Mexicana (segundo antecedente del PRI) y el popular Juan Andreu Almazán, del entonces recién fundado Partido Revolucionario de Unificación Nacional, al cual se sumaron sectores de los partidos Laborista y Acción Nacional.
La diferencia es que aquí sí se utilizaron para asesinar, robar urnas y sustituirlas por cajas rellenas de votos en favor del candidato del general Lázaro Cárdenas, como cuenta al detalle el cacique potosino Gonzalo N. Santos, uno de los protagonistas de la violencia, en sus Memorias.
La derrota de Trump rompería el ciclo de dos periodos en la Casa Blanca de los últimos presidentes (Obama, Bush y Bill Clinton). La alternancia entre demócratas y republicanos ha marcado las últimas seis elecciones incluida la del 3 de noviembre, si Trump no golpea más a la maltrecha democracia norteamericana.
La última vez que el partido del elefante ligó tres triunfos consecutivos fue con Ronald Reagan y George H. W. Bush; antes lo habían conseguido Richard Nixon, obligado a renunciar por el escándalo Watergate, y Gerald Ford.
Estados Unidos no escapa de la crisis del bipartidismo anquilosado que impide el surgimiento de nuevos liderazgos. Antes ocurrió en Reino Unido, España, Francia, Grecia y otros países, donde los partidos tradicionales perdieron influencia e incluso son repudiados por amplios sectores sociales, máxime por los jóvenes, debido a la corrupción gubernamental y a su falta de conexión con las mayorías excluidas de oportunidades de empleo, riqueza y ascenso.
Biden representa al “establishment” y tiene de socialista lo que Peña Nieto y su camarilla, incluido el clan coahuilense, tienen de honrados. El cambio hacia la izquierda habría venido con Bernie Sanders. Por eso provoca tanto entusiasmo entre los jóvenes. Alexandria Ocasio-Cortez, latina de 31 años, seguidora de Sanders y su jefa de campaña en las primarias del Partido Demócrata en 2016, volvió a ganar el Distrito 14 de Nueva York, donde arrolló al republicano John Cummings por 105 mil votos contra 46 mil. El sacudimiento vendrá de la juventud.
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