Era hora de la comida, y como siempre la abuela encendió el televisor para tratar de quebrar la ausencia de sonido que sólo lograba opacar el choque de los cubiertos, las burbujas de la gaseosa o el crujir de una tortilla al aceite. Una vez más, el noticiero con lo mismo de siempre:
“Nombre: Sandra Mariel Quintanar, edad: 17 años… Un lunar en la mejilla izquierda, tez morena, cabello largo y oscuro, mide 1.57, es delgada… Se extravió el pasado viernes por la tarde al regresar del colegio…”.
En la entrevista, su madre llora, su padre pide justicia, la abuela reza, los amigos organizan marchas que resultarán inútiles, la gente pregunta por ella y… la misma: la resignación llega pronto, los secundarios ya la han olvidado y para los protagonistas ahora es sólo un recuerdo que ha llegado para sustituirla, y sólo se aprende a vivir con él…
Afortunadamente terminé la merienda antes de ver el desenlace y esperaba no leerlo en redes sociales, así que tomé mis útiles y comencé a caminar a la universidad, trataba de creer que sería imposible que algo así me sucediera a mí, pero ¿y si ellas pensaban lo mismo antes de que les ocurriera lo que haya sido que les pasó? ¿Qué me hacía diferente a todas ellas?…
Inconscientemente aceleré mis pasos y comencé a sentir la sangre en las puntas de mis pies, sentí el corazón latirme en la garganta y mis manos transpirar helado, por un momento me sentí como una paranoica. –Esto no es normal, esto no está bien, no está bien tener miedo a cada auto que pasa detrás de mí, a las miradas insinuantes que descansan sobre las bancas de un parque, a los piropos a callejeros o a los roses de pieles ajenas, tal vez porque nunca sabría si era meramente accidente.
A la hora de salida había oscurecido bastante. Cuando llegó mi madre me sentí a salvo… como cuando pequeña me abrazaba haciéndome sentir invisible para los monstruos, aquellos que se esfumaban en cuanto comenzaba a contarme historias de princesas, lo que ahora no entiendo es por qué nunca mencionó en sus cuentos que había caperucitas a las que sí las alcanza el lobo, que hubo Blancanieves a las que el Cazador les arrancó algo más que el corazón para venderlo, como si una vida entera tuviese precio; que hay Cenicientas que ni con hechizos pasaron de las doce, que hay Auroras a las que no despertaron con un beso, sino, las condenaron al sueño eterno para saciar las ganas de más de un beso… Jamás me lo dijo, lo supe por voluntad de un televisor, del periódico, de una red social.
Varias veces me encontré con postes que sostenían fotografías de gente que ya no era más: como la señora de la estética, de la que no se encontró ni uno sólo de sus cabellos teñidos; o la empresaria guapa, que se la pasaba trabajando en su computador, ahora su foto está dentro de miles acompañada de una sola petición: “si la ves…”.
No importaba si era oficio, profesión o estudiante por la injusticia para elegir víctimas siempre será muy equitativa y nunca sabremos de quién es la culpa, mientras buscamos se siguen esfumando, siguen habiendo más que se vuelven menos, cada segundo que pasa hay alguien que se vuelve nadie; ¿Las razones? Por usar falda, salir de noche, mostrar la piel, por no tener pena de ser quien es, de ser segura, de ser libre… fue su culpa que le quitara la vida por intentar vivir cuando sólo nos han dado permiso de sobrevivir.
Cuando llegué a casa me aseguré de que todos notaran mi presencia, por si un día faltase no dejaran que pasara ni una hora, de ser posible ni un minuto, porque se mismo bastaría para que se me escaparan los sueños, las metas, las meriendas en familia viendo el noticiero…
Traté de pensar que los próximos días no habría desgracia esperándome al cruzar la puerta, hasta que… pues….
¿Dónde quedó Sofía?
Scarlett Ortega es una escritora en formación en Zacatecas. FB Scarlett Ortega IG scarlett_ortegacr
Este texto es responsabilidad única, total y exclusiva de su autora, y es ajeno a la visión, convicción y opinión de PorsiAcasoMx.