Don Doroteo era el brujo del barrio… y curaba con el espíritu de Pancho Villa.
Aunque en la cuadra y en el pueblo nadie creía en la brujería, curiosamente, don Doroteo tenía la mejor casa, el mejor carro y hasta era visitado por gente del Otro Lado para sus “consultas”.
Eran otros tiempos. Hoy día, con la tecnología, la gente se ha olvidado de cosas mundanas. Pero hace años, en el barrio había el que ponía las inyecciones, el huesero —qué kiniesieológo ni qué la chingada— y hasta el maestro de canto.
Don Fede era el que te inyectaba, tenía la mano pesada el pinche viejo. Seguramente de ahí deriva mi temor esquizofrénico a las inyecciones.
El huesero era don Memo. Te arreglaba todo: desde una falseadura de muñeca hasta un dolor de espalda.
Con la salvedad de que, si eras mujer, joven y de buen ver, lo mejor era que fueras a la sesión acompañada de un testigo, ya que si al viejo se le antojaba, aunque fuera una torcedera de tobillo, te exigía que te despojaras de la ropa, quesque para una mejor atención. “La sobada”, decía, “tiene que ser pareja”.
Fuera de ese “detallito”, don Memo era muy efectivo.
El maestro de música era otra cosa, don Florindo tenía talento y sentimiento, cada lunes llegaba a la escuela primaria a ponernos a todos a cantar.
Lástima que el sentimiento le jugó en contra y cuando murió su esposa, al pobre don Florindo no se le ocurrió mejor cosa que suicidarse con el cable de una plancha.
Y se acabaron las clases de música e inició un trauma que muchos nunca olvidamos por la tragedia del maestro de música.
Pero, volviendo a don Doroteo, resulta que tan bien le iba al señor como nigromante que hasta tenía a parientes viviendo con él, quesque para “cuidarlo”.
El consentido del viejo solterón era su sobrino Alberto, un muchacho regordete y grande, cuyas mayores virtudes eran dos: ser familiar del brujo del barrio y ser el dueño de la pelota con la que se jugaban las cascaritas.
El problema era que a la hora de armar los equipos, nadie quería jugar con Alberto. Y es que el pobre gordo era una calamidad, no servía ni para la portería.
Hoy día, los puristas dirían que le hacíamos “bullying”. Nosotros le llamábamos carrilla. No daba una.
Ya para cuando quedaban los equipos listos, hay de aquél que jugaba en el equipo de Alberto, de seguro iba a perder.
Pero había un asunto que generalmente alborotaba los juegos. Y era cuando para mala fortuna, alguien le daba una patada o pelotazo a Alberto.
Y es que, el gordo se ponía todo colorado y enojado y de su boca salía una expresión llorosa que para nosotros era una invocación maldita repetida una y otra vez: “miTío, miTío, miTío, miTío…”.
Y… ¡a la riata! ¡A correr toda la bola de cabrones!
Aunque nadie creía en brujerías, nadie quería correr el mínimo riesgo de que don Doroteo lo convirtiera en sapo o que le hicieran “un trabajito” o alguna otra chingadera.
Así eran los juegos de futbol en el barrio.
Buscábamos divertirnos sin molestar en lo más mínimo a Alberto.
Para mala fortuna de Alberto, la naturaleza, por más brujo que seas, es cabrona y un día don Doroteo falleció de un ataque fulminante.
“El Brujo” no pudo predecir su muerte.
Con su partida se fueron los balones y las invitaciones para integrar al gordo a los equipos llaneros.
Texto tomado de Tecla Rota https://www.teclarota.com/deportes/el-brujo/?fbclid=IwAR18UljDAlGL4kRvHLyPxvxAi6CAmcLsC04q1o4ODSZlFSDKhk1expehqVU