Quizá el nombre de Edward S. Evans no nos diga mucho. La verdad, yo tampoco lo conocía hasta que me topé con su increíble historia en un libro de Dale Carnegie. Evans, originario de Detroit, falleció a mediados del siglo pasado, siendo uno de los hombres más ricos de la región y presidente de varias empresas, una de ellas incluso cotizando en la Bolsa de Valores de Nueva York.
Pero Evans no nació en cuna de seda. Por el contrario, fue criado en una profunda pobreza. Desde su tierna juventud la necesidad lo obligó a trabajar como vendedor de periódicos, primero; ayudante de una tiendita, después. Con la responsabilidad de mantener a una familia numerosa, Evans consiguió un empleo como auxiliar en una biblioteca.
Así pasó los siguientes ocho años, con un sueldo de subsistencia y una depresión crónica que ya comenzaba a hacer estragos en su salud. Fue entonces que se decidió a emprender su primer negocio, relacionado éste con la agricultura. Pidió un préstamo de 55 dólares y lo transformó en ventas anuales de más de 20 mil. Pero el destino no se la pondría tan fácil. Ese año cayó una helada atípica y completamente inesperada que no solo lo llevó a perder todo, sino a quedar con una gran deuda.
Los nervios y el estrés volvieron a hacer de las suyas. No comía, menos dormía. Estaba tan débil y delgado que un día se desplomó caminando en la calle para ya no volver a caminar en mucho tiempo. En cama, y con tumores crecientes en la piel, los médicos le dieron solo dos semanas de vida.
Ya sin esperanzas, Evans se dejó morir. Pero fue aquí donde sucedió el milagro. Al saber que pronto dejaría de existir, los problemas terrenales dejaron de preocuparle. Total, en un par de semanas ya no serían asunto suyo. Al desprenderse de ellos, la tristeza comenzó a difuminarse y el apetito volvió. Dos semanas después ya caminaba con muletas y en un mes y medio ya tenía un empleo de vendedor de tabiques para colocar detrás de las ruedas de los vehículos, con un sueldo nuevamente muy bajo.
El bajo ingreso no era ya relevante. Finalmente había aprendido la lección. “Se habían acabado las preocupaciones para mí; ya no me lamentaba de lo sucedido en el pasado; ya no tenía miedo del futuro”, solía decir cuando le preguntaban sobre la fórmula para vencer la depresión y alcanzar el éxito. “La vida está en vivir en el tejido de cada día y cada hora”.
El resto es historia. Ya con su estado anímico bajo control pudo explotar sus dones para hacer negocios en su totalidad. En pocos años se convirtió en multimillonario y pudo hacer negocio con su pasión y convertirse en una autoridad en la materia: la aviación.
Se acerca el fin de año y con ello, llegan las reflexiones sobre los propósitos para el próximo. No esperemos a estar, como Evans, en el lecho de muerte para valorar las bendiciones de la vida y poder vivir sin preocupaciones, que a la larga son la base de las enfermedades. Que uno de esos propósitos sea “vivir en el tejido de cada día y cada hora”, erradicando las tensiones y el estrés de nuestra vida. Nuestra familia y nuestro cuerpo nos lo agradecerán.
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