La alternancia en el poder Ejecutivo liberó a los gobernadores del yugo presidencial, no del centralismo. En 2001, primer año de la Administración de Vicente Fox, el PRI ocupaba 17 estados, el PAN 10 y el PRD 5.
En un ejercicio propio de sociedades democráticas maduras, y tras siete décadas de una presidencia omnímoda, los mexicanos le entregaron a Acción Nacional la Silla del Águila, pero no el Congreso, pues a pesar de tener más diputados y senadores, el partido del Presidente no era mayoría.
A partir de Fox, los mandatarios locales vivieron sus mejores tiempos: las participaciones federales aumentaron y empezaron a recibir parte de la renta petrolera. Los gobernadores reprodujeron en las entidades el modelo presidencial acotado por la alternancia. Siempre habían controlado a los órganos legislativo y judicial, así como a los alcaldes, y manejado el presupuesto a su arbitrio.
Pero ya sin un Presidente que los vigilara y mantuviera dentro de ciertos límites, y a quien tampoco le debían el cargo, se sintieron absolutos. Entonces empezaron a montar estructuras de poder transexenal en vez de aprovechar las nuevas condiciones políticas y económicas para abatir rezagos sociales y de infraestructura y consolidar la democracia en sus estados.
Libres de cadenas, sin contrapesos y en la mayoría de los casos con una prensa acrítica y adosada, cuyos favores pagaron mediante contratos de obra, cargos públicos y otros privilegios, los gobernadores olvidaron sus responsabilidades y se dedicaron a medrar.
La corrupción se generalizó y su práctica se volvió más cínica. En ese ambiente, los nuevos ricos se reprodujeron como hongos. Las sucesiones estatales, resueltas antes por los presidentes emanados del PRI, con respeto a las formas y cuidado para no crear cacicazgos, fueron asumidas por los mandatarios locales bajo la lógica de la complicidad.
En Coahuila el nepotismo llegó al extremo de que un hermano entronizara a otro, para vergüenza y ruina del estado y asombro del país. Para lograrlo, se valieron del presupuesto, de una clase política genuflexa, de un sector empresarial ávido de ganancias, de partidos de oposición proclives a la componenda y de una sociedad indiferente.
Por si no bastaran los presupuestos cada año crecientes, los gobernadores endeudaron a sus estados a ciencia y paciencia de la Secretaría de Hacienda y con el beneplácito de una banca igualmente voraz. Hubo excepciones. En Coahuila el orden se rompió con los Moreira.
Gobernadores pactaron con la delincuencia organizada, recibieron dinero para sus campañas y aceptaron sobornos a cambio de protección y de territorios; algunos, incluso, movieron droga y lavaron dinero para el narcotráfico, según denuncias del Departamento de Justicia de Estados Unidos.
Cuando la situación se salió de control, pidieron auxilio al Presidente. Era una trampa, pues luego culparon a Felipe Calderón de la inseguridad y de la espiral de violencia propiciada por su propia incompetencia, ambición e incuria.
Después de generar el conflicto y de utilizarlo eficazmente con fines electorales, trataron de sofocarlo para darle el mérito a Peña Nieto y colgarse medallas, pero ya era tarde: ellos ayudaron a perder la guerra de antemano.
Los gobernadores de hoy pagan 18 años de dispendio, corrupción y abusos del poder de sus predecesores. La Fiscalía General de la República debe investigar casos emblemáticos como el de Coahuila. El presidente López Obrador no necesita defenestrar a ninguno de los mandatarios de turno, pues ya los controla con el presupuesto y el Congreso.