La ciencia económica va mucho más allá del estudio de la oferta y la demanda, de las cuentas nacionales, de los mercados financieros y de valores, o de los tipos de cambio e interés. La economía tiene que ver también con lo que los seres humanos hacemos en cada momento de nuestra vida y que más trabajo nos cuesta: tomar decisiones.
Y siempre estamos tomando decisiones, desde las más banales hasta las que moldean nuestro destino: ¿Qué canal de televisión ver? ¿Pantalón de vestir o de mezclilla? ¿Tortillas de harina o de maíz? Hasta ¿qué especialidad estudiar? o ¿qué empresa emprender?
En un principio se creía que las personas, al ser seres racionales e inteligentes, siempre tomaban las mejores decisiones, las que les generaban mayor beneficio y satisfacción. Se pensaba que el ser humano era una especie de robot infalible al que llamaron “homo economicus”. Si esto fuera cierto, no habría enfermos de cáncer pulmonar por fumar, accidentes viales por exceso de alcohol ni problemas en los negocios. La verdad es que muchas veces decidimos escuchando más al corazón o al estómago que a la cabeza.
Si el ser humano ha sido capaz de crear máquinas para producir, de modelar aviones para viajar, de levantar enormes rascacielos, de concebir computadoras, de realizar cálculos complejos, de entender las leyes naturales, de desvelar el origen del Universo, de inventar el internet y de haber pisado la Luna, entonces lo lógico sería pensar que es un ser ultra racional y súper inteligente que siempre toma las mejores decisiones.
Pero no es así. Como lo afirma Dan Kahneman, Premio Nobel de Economía, “los humanos somos ignorantes, no sabemos qué queremos, somos incongruentes, impulsivos, intuitivos, nos cuesta mucho trabajo tomar decisiones y somos incapaces de entender conceptos complicados”, lo cual nos lleva a tomar decisiones muy lejos del óptimo para nuestro beneficio. Es decir, nos comportamos como “homo neanderthalensis”.
La verdad es que somos un poco de ambos “homos”. Ni somos los más racionales ni tampoco los más viscerales. En cada proceso decisorio aparecen dos entes imaginarios: un angelito en nuestro hombro izquierdo que nos orienta a ser razonables y a buscar la utilidad de largo plazo; y un diablito en nuestro hombro derecho que nos invita a dejarnos llevar por el momento y satisfacer un deseo inmediato.
En tiempos de fortaleza las personas toman decisiones extremas para amordazar al diablito, como hacerse la banda gástrica o depositar los ahorros en una alcancía de barro que solo se romperá para cumplir el objeto previsto. También el Gobierno y los bancos nos ayudan a controlar nuestros instintos irresponsables creando un sistema de pensiones y jubilaciones que solo podrán ser usados cuando llegue la vejez o alguna situación de invalidez.
La lucha entre el “homo economicus” y el “homo neanderthalensis”, o entre el angelito y el diablito, es permanente, y el triunfo depende, en mucho, de qué tan conscientes estemos de lo que está detrás de ese combate. Cuando tomemos decisiones importantes tengamos esto en cuenta y escuchemos siempre nuestro lado racional, que al final de cuentas es el que vela por nuestro bienestar en el largo plazo.
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