De acuerdo a las cifras reportadas públicamente, México a comparación de un importante número de países, muchos de ellos en condiciones económicas similares o peores, ha aplicado un bajo número de pruebas para verificar contagio de COVID-19.
De hecho, apenas hace unos días, Víctor Hugo Borja Aburto, Director de Prestaciones Médicas del IMSS, en una conferencia de prensa comentó que sólo el 10 por ciento de los casos sospechosos leves son analizados con pruebas, y que el total de los casos graves son analizados.
Mientras que el subsecretario Hugo López-Gatell ha señalado varias veces que no se requiere una cantidad mayor de pruebas, yo disiento fuertemente con la posición de la actual Administración: Las pruebas son una fuente primaria de información que te permite dimensionar el problema, darle seguimiento y diseñar mejores estrategias para su atención.
La masificación de pruebas ha sido una constante en aquellos países que después de tener brotes tempranos y preocupantes de COVID-19 lograron contener el problema y tener un punto de inflexión en los contagios, como es el caso de Corea del Sur, Taiwán, Singapur o Hong Kong.
La lógica detrás de esta estrategia es simple: si todo caso sospechoso es analizado, se puede identificar de forma temprana a la población afectada, para en un segundo momento aislarla y buscar a todas las personas con las que tuvo contactos para también analizarlas y, por ende, reducir al mínimo los contagios posteriores.
México va en sentido contrario, deja de analizar el 90 por ciento de los casos leves y, por ende, existen altas probabilidades de que muchas personas contagiadas sigan esparciendo la enfermedad.
Contar con más pruebas no es un lujo, al contrario, es un gasto temprano para evitar que miles de mexicanos enfermos saturen los hospitales y se pierdan vidas.
Aprendamos de lo que otros países han hecho bien y comencemos a masificar las pruebas, como un elemento esencial de la estrategia nacional de contención del COVID-19.
@victorsanval
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