Hace unos días leí un artículo del columnista norteamericano Derek Thompson sobre el aumento en la depresión en la adolescencia que me dejó preocupado. Y aunque los estudios en los que se basa tienen como fuente la juventud de Estados Unidos, es muy probable que a nuestros muchachos les esté pasando lo mismo, dada la cercanía, interrelación e influencia de aquel país con el nuestro.
En la última década la cantidad de adolescentes que admiten padecer depresión o tristeza casi se duplicó, llegando al 44% del universo. También se han disparado los pensamientos e intenciones suicidas en los jóvenes, así como las enfermedades mentales, sobre todo en las mujeres y en los grupos de diversidad sexual.
El autor desestima las explicaciones tradicionales que pudieran explicar este fenómeno. La primera es la propia rebeldía relacionada con la edad. Al contrario, desde finales del siglo pasado, los delitos por manejar en estado de ebriedad y las peleas en la escuela se han reducido a la mitad. La segunda es que los jóvenes siempre han padecido afecciones depresivas, pero antes no las externalizaban, solo hasta ahora, que está más socializado el tema. Si esto fuera cierto, no se habrían disparado los indicadores de desórdenes alimenticios y los suicidios. La tercera es culpar a la pandemia, pero todos los indicadores muestran un cambio negativo mucho antes de que esta iniciara.
Thompson propone cuatro razones, con las que coincido:
Primero, el uso de las redes sociales. Estudios han demostrado que, a partir del 2012, cuando se popularizaron los teléfonos inteligentes y se facilitó el uso de las redes sociales, la tristeza y la ansiedad comenzaron a afectar más a los adolescentes. La adicción que generan hace dependiente a nuestra juventud de ellas, presionándola a competir en imagen y en popularidad, de las cuales pocos salen bien librados.
Segundo, la socialización a la baja. Otro efecto negativo de las redes sociales es que consumen el tiempo que antes utilizaban los jóvenes para realizar actividades benéficas como hacer ejercicio, salir con amigos y hasta dormir: del 2007 a la fecha los jóvenes han reducido en 30% sus horas sueño, y no es precisamente porque se hayan puesto a estudiar o a socializar.
Tercero, lo estresante que se ha vuelto el mundo. Es cierto que el ánimo de nuestros jóvenes es influido por las terribles noticias que recibimos a diario: desapariciones de mujeres, tiroteos por todos lados, el cambio climático, la guerra entre algunos países, la crisis de la pandemia, entre otros. Pero también es cierto que el mundo siempre ha padecido males, la diferencia es que ahora nos enteramos de todo lo malo gracias a las redes sociales.
Cuarto, las estrategias modernas de los padres. Los padres se han vuelto más protectores y no retan a sus hijos, ni los obligan a cambiar sus gustos y hábitos acomodaticios. Eso, a la larga, los hace sentir inútiles y tristes.
En resumen, si queremos adolescentes y jóvenes felices, limitemos su tiempo en las redes sociales, pongámosles reglas en la casa y obliguémoslos a esforzarse. No caigamos en la red de las redes.
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