Se ha especulado sobre un pacto de impunidad entre el presidente Andrés Manuel López Obrador y su predecesor priista Enrique Peña Nieto, pero los votos y los hechos lo refutan. Peña pudo haber buscado un acercamiento con el fundador de Morena cuando las tendencias electorales eran irreversibles. No para negociar, sino para rendirse y formalizar el compromiso de no intervenir en el proceso como Vicente Fox lo hizo en la sucesión de 2006.
En su toma de posesión, AMLO agradeció a Peña por no haberse entremetido en las elecciones “como lo hicieron otros presidentes”. “Hemos padecido ya este atropello antidemocrático y valoramos (…) que el Presidente en funciones respete la voluntad del pueblo”. Dos párrafos adelante anticipó lo que vendría: “se acabará con la corrupción y con la impunidad que impiden el renacimiento de México”.
Pactos como el atribuido a AMLO y Peña son factibles cuando la elección está indefinida y el Presidente puede inclinar la balanza en favor del candidato menos “riesgoso”; no para el país, sino para el Gobierno de turno. Acuerdos así pudieron darse en 2006 y 2012 cuando el sistema y los poderes fácticos unieron fuerzas contra López Obrador para imponer a Felipe Calderón y a Peña Nieto, no obstante la presunción de fraude, en el primer caso; y el excesivo y evidente gasto de campaña, en el segundo. El tope legal era de 360 millones de pesos y Peña dilapidó más de 4 mil 500, procedentes de diversas fuentes, incluida la multinacional brasileña Odebrecht, según la denuncia del exdirector de Pemex, Emilio Lozoya.
En la era del PRI el arreglo era implícito. Desde el momento que el Presidente nombraba heredero adquiría impunidad, por ladrón o represor –o ambas cosas– que fuera. Lo más que el sucesor podía hacer, para “legitimarse” y aparentar un rompimiento con el pasado, era encarcelar a una figura mayor y otras de medio pelo del Gobierno precedente. Así lo hicieron López Portillo, De la Madrid y Salinas. Zedillo actuó como estadista al encarcelar a Raúl Salinas de Gortari. Al “hermano incómodo” se le descubrieron 130 millones de dólares en bancos suizos bajo otros nombres y se le atribuyó la trama para asesinar a su excuñado José Francisco Ruiz Massieu, segundo de a bordo en el PRI.
En el PAN sucedió algo parecido. Calderón no era el candidato de Fox, sino su secretario de Gobernación, Santiago Creel, pero la sola idea de que AMLO ganara la presidencia –como quizá ocurrió– los unió. Los casos de corrupción en el Gobierno de la alternancia –Amigos de Fox, hermanos Sahagún…– recibieron la gracia del carpetazo. El pacto PRI-PAN de 2012 pudo ser la continuación del celebrado seis años atrás entre Calderón y Peña
–entonces gobernador de Estado de México– para cerrarle el paso a AMLO. En noviembre pasado, la Fiscalía General de la República acusó al panista por irregularidades en la construcción de la Estela de Luz; antes había sido denunciado en la Corte Penal internacional –como los Moreira– por crímenes de lesa humanidad en la guerra contra el narcotráfico.
Con una victoria aplastante y un Congreso dominado por Morena, AMLO no tenía necesidad de buscar pactos con Peña o algún grupo de poder, ni dar golpes espectaculares como su antecesor lo hizo con la detención de la exlíder del SNTE, Elba Esther Gordillo, en un proceso viciado. El Presidente tiene sus tiempos. La lucha contra la corrupción apenas empieza. Peña está en el punto de mira. Él lo sabe y el país lo reclama. AMLO va a por él.
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