La primera llamada de atención al presidente Andrés Manuel López Obrador por la falta de resultados y su estilo personal de gobernar la recibió de las encuestas. De acuerdo con Reforma, entre marzo de 2019 y marzo de este año, su popularidad bajó del 78 hasta 59 por ciento, un descenso de 19 puntos. Sin embargo, la prueba de fuego será en las urnas, el 4 de julio de 2021, cuando se renueve el Congreso Federal, 15 gubernaturas, 27 legislaturas locales y la mayoría de los ayuntamientos del País.
Si a Felipe Calderón se le culpa de alborotar el avispero y de provocar la guerra contra el narcotráfico, cuyo costo en vidas rebasa hasta la fecha el cuarto de millón y la cifra de desaparecidos excede los 70 mil, sin haber mitigado siquiera el problema, a López Obrador se le reprocha iniciar un cambio de régimen a tontas y a locas; en ambos casos, sin planeación ni claridad en el rumbo. Solo a golpe de voluntarismo, pero los buenos deseos, por nobles que sean o parezcan, no bastan para resolver rezagos y vicios enquistados históricamente: pobreza, corrupción, privilegios e impunidad.
Después de la Gran Recesión –originada en Estados Unidos– que desplomó en 6 por ciento el PIB nacional en 2009 y de la lucha contra la delincuencia organizada, Calderón terminó su sexenio con una aprobación del 50 por ciento (29 puntos arriba de Peña Nieto, cuyo Gobierno ha sido el más corrupto). López Obrador, quien, en popularidad, ahora solo aventaja en nueve puntos a su predecesor panista, atribuye la baja en las encuestas a los intereses afectados por eliminar la condonación de impuestos, promulgar la Ley de Extinción de Dominio y tipificar la corrupción y la facturación falsa como delitos graves, entre otros motivos.
Los grupos afectados tienen poder, en efecto, para incidir en la opinión pública y crear climas adversos al Gobierno como pasó en los sexenios de Luis Echeverría y José López Portillo. Con Salinas y Peña, no; en el primer caso, por tener intereses comunes con los grandes capitales; y en el segundo, por haber sido su comparsa. Sin embargo, el Presidente debe asumir ya su responsabilidad; él sabía cómo recibía el país –hundido en la corrupción, endeudado, en medio de una espiral de violencia, Pemex quebrado– y, como Fox, ofreció soluciones simplistas a problemas ancestrales. Temas como el de la violencia, no solo contra las mujeres, se han agravado en lugar de remitir.
La encuesta de Reforma enciende focos de alerta: el 49 por ciento de la muestra coincide con la afirmación según la cual “Las acciones del Gobierno están llevando al País a una crisis”; el 40 por ciento no lo piensa así. El 55 por ciento ve en López Obrador a un Presidente confiable; para el 54 por ciento, sus decisiones son buenas, y el 39 por ciento dice estar mejor. El problema toral (70 por ciento) es la inseguridad incluso por encima de la corrupción (6 por ciento), lo cual implica el fracaso repetido de la estrategia contra el crimen. La ciudadanía demanda calles y ciudades seguras para ella y sus familias. El poco énfasis en el asunto de la venalidad, cuando aún falta mucho para reducirlo, puede sugerir un aval a la forma como ahora se afronta. Es donde el Presidente obtiene la calificación más alta (50 por ciento).
En un país polarizado como el nuestro, la encuesta puede verse de dos modos. Para los detractores de López Obrador, es el principio del fin de un Gobierno inepto y de un líder sin luces. Para los Amlover, la indagación confirma que se va por el camino correcto y que la eliminación de privilegios y la opción por los pobres redundará en mayor justicia. Para quienes, aun sin coincidir con el Presidente ni haber votado por él, piensan que el país necesitaba una sacudida y que todo cambio real exige sacrificios, incluso de imagen, la mejor vía de aprobación o castigo siempre serán las urnas.
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