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Un pueblo de fe

A pesar de las crisis, las adversidades y los sueños frustrados. A pesar del desencanto causado por la democracia, preferible a «dictaduras perfectas» como la de China, donde se originó el Covid-19 —el médico Li Wenliang, quien intentó advertir sobre el virus en Wuhan, fue ignorado, y su muerte por contagio provocó indignación en su país y fuera de él—. A pesar de la violencia y el encono que recorre a la República. A pesar del secularismo que propicia la idolatría al dinero, al confort y a otros «dioses», México es un pueblo de fe.

En estos tiempos aciagos y de angustia por la pandemia, me entusiasma cómo el pueblo abraza la fe y recurre a la oración para que Dios cuide a nuestro país y salve al mundo del Covid-19, que puede ser un virus mutante «escapado» de un laboratorio de Whuan, como ha insinuado Francisco Mojica, «El padre de la técnica CRISPR» (Repeticiones Palindrómicas Cortas Agrupadas y Regularmente Espaciadas, por sus siglas en inglés; el cual actúa como un mecanismo inmunitario frente a los virus). «Siempre las novedades nos asustan mucho», dijo a la agencia EFE.

Soy creyente y todas la mañanas elevo a Dios plegarias por los míos y por quienes no lo son; por mi país, por la salud de los enfermos; por la paz del mundo y sobre todo por los niños. Hay un poema de Jaime Sabines —»Me encanta Dios»— que además de conmovedor es balsámico, propio para estos tiempos vacuos, de desenfreno, individualismo y egotismo. Le invito a leerlo juntos:

Me encanta Dios. Es un viejo magnífico que no se toma en serio. A él le gusta jugar y juega. Y a veces se le pasa la mano y nos rompe una pierna y nos aplasta definitivamente. Pero esto sucede porque es un poco cegatón y bastante torpe de las manos.

Nos ha enviado a algunos tipos excepcionales como Buda, o Cristo o Mahoma, o mi tía Chofi, para que nos digan que nos portemos bien. Pero eso a él no le preocupa mucho: nos conoce. Sabe que el pez grande se traga al chico, que la lagartija grande se traga a la pequeña, el hombre se traga al hombre. Y por eso inventó la muerte: para que la vida —no tú ni yo— la vida sea para siempre.

Ahora los científicos salen con su teoría del Bing Bang… Pero ¿qué importa si el universo se expande interminablemente o se contrae? Esto es asunto sólo para agencias de viajes.

A mí me encanta Dios. Ha puesto orden en las galaxias y distribuye bien el tránsito en el camino de las hormigas. Y es tan juguetón y travieso que el otro día descubrí que ha hecho —frente al ataque de los antibióticos— ¡bacterias mutantes!

Viejo sabio o niño explorador, cuando deja de jugar con sus soldaditos de plomo y de carne y hueso, hace campos de flores o pinta el cielo de manera increíble.

Mueve una mano y hace el mar, mueve otra y hace el bosque. Y cuando pasa por encima de nosotros, quedan las nubes, pedazos de su aliento.

Dicen que a veces se enfurece y hace terremotos, manda tormentas, caudales de fuego, vientos desatados, aguas alevosas, castigos y desastres. Pero es mentira.

Es la tierra que cambia —y se agita y crece— cuando Dios se aleja.

Dios siempre está de buen humor. Por eso es el preferido de mis padres, el escogido de mis hijos, el más cercano de mis hermanos, la mujer más amada, el perrito, la pulga, la piedra más antigua, el pétalo más tierno, el aroma más dulce, la noche insondable, el borboteo de luz, el manantial que soy.

A mí me gusta, a mí me encanta Dios.

Que Dios bendiga a Dios.

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