Ellas incendian las calles con su dignidad para exigir dejar de ser tratadas como personas de segunda. Desnudan sus pechos a las balas de la pandemia del feminicidio. Con sus palabras desgarran al viento la aplastante agresión multidimensional que ancestralmente cargan al nacer… la mayoría de las veces puertas adentro del hogar y desde la concepción misma.
Adentro, en la intimidad de la cómoda inconsciencia no pocos nos confortamos repitiéndonos ser de la clase que está con ellas, que está en su lucha, no de ahora sino desde siempre. De ser quienes no necesitan ser llamados, registrados para sumarse a este movimiento, sino generadores del mismo. Que hacemos día a día de este mundo, uno de nosotr@s.
Sin embargo, frente al espejo y bajo la lupa, aún a ojos del microscopio, debemos preguntarnos cuántas veces en todas las etapas de la vida, nuestra voz, nuestras omisiones, la mirada, la risa. Cuántas acciones han abonado a un mundo de supremacía fálica: ¡Yo, el misógino y machista de mierda! ¿Por qué en este sentido “todo cambió” hasta que nace mi hija?.
Hoy, tanto en la acción como la ausencia de ellas pueden registrar muestras que algunos encuadren en estallidos para el orden social, político, religioso, las “buenas costumbres” y entrañables preceptos, roles y recuerdos. Es fácil desvirtuar concientemente o con el espeso consomé que desde el origen nuestra especie se ha alimentado. Nutrientes para la ferocidad con que ellas hoy dicen #Niunamás #Niunamenos, con que ellas deciden sin miedo que no hay marcha atrás, que hay un cambio imposible de detener.
Adentro, nosotros “nos sumamos”, “estamos de acuerdo”. Un elemental principio sería reconocer qué tanto de nuestra conducta ha obedecido y obedece a esa herencia generacional de la estructura social, de la base con que hemos construido las familias, y cuánto de esto no es más que nuestra conformidad de conservar ese trono al que accedimos por el simple acto de salir del vientre… de una mujer.
@ricardomrep